Las primeras noticias que se tienen de la linterna mágica se remontan a varios siglos antes de su aparición en las páginas del texto de Proust. En 1671 Atanasio Kircher, sacerdote jesuita de origen alemán, presentó en su obra Ars magna lucis et umbrae (en español, La gran ciencia de la luz y la oscuridad) una serie de instrumentos que utilizaban la luz para la realización de diferentes funciones. A uno de estos artefactos le llamó “lucerna mágica”. Según la leyenda, el sacerdote jesuita presentó su artilugio en el Vaticano. Tras proyectar una serie de siluetas humanas que “parecían volar como apariciones” sobre los muros de un salón oscuro fue acusado de brujería y condenado por el “efectismo sofista” de su invento (Kircher, 2000). Resulta curioso que noticias más remotas de este artefacto también lo vinculan con imágenes cercanas a lo sobrenatural y lo macabro. Circa 1420, el veneciano Giovanni de la Fontana realizó una ilustración de la laterna magica proyectando la imagen de un demonio femenino; asimismo, en una temporalidad más cercana a la de Atanasio Kircher, en el año de 1659 el astrónomo, físico, matemático e inventor del reloj de péndulo neerlandés, Christiaan Huygens, pintaba esqueletos inspirados en la Danza Macabra de Holbein para proyectarlos en las paredes haciendo uso de un aparato con cristales biconvexos (Zielinski, 2006).
Con el paso de los años, la linterna mágica excedió –al menos relativamente– su tétrico tenor inicial y su popularidad se acrecentó a la par de su perfeccionamiento técnico. Para la segunda mitad del siglo XIX jaman común su utilización, ya fuera como material didáctico en lecciones escolares, como recurso efectista en espectáculos de magia y sesiones espiritistas –lo cual devolvió al aparato su patente vocación ominosa– o como juguete en las alcobas de los niños de cierta posición socioeconómica, tal y como se le presenta en las páginas del relato de Marcel Proust citado al comienzo de este texto.
El planteamiento funcional de la linterna mágica es básicamente inverso al de una cámara oscura, es decir, a través de un reflector cóncavo se potencializa una fuente de luz dentro del artefacto. Al ser canalizada mediante una serie de lentes que se encauzan a una laminilla con una imagen traslúcida, genera una segunda imagen que se proyecta sobre una determinada superficie (figura 1).
Ahora bien, cada uno de los componentes que participan en la proyección de una imagen mediante una linterna mágica se pueden homologar con una serie de interfases que definen la manera en la que se “proyectan” las imágenes. Bajo este planteamiento, la intencionalidad perceptual –el “querer-hacer”, percibir la imagen o el “hacerla arder”, en términos de Didi-Huberman (2012)–, al ser encauzada gracias a ciertas condiciones circunstanciales (que ejercen su influjo sobre el soporte material de la imagen), proyecta una segunda imagen que puede amoldarse y distorsionarse en función de la espaciotemporalidad de asimilación al momento de su proyección (tabla 1).