Poéticas en transición
En su ensayo Moratín y la Ilustración mágica (1972), Luis Felipe Vivanco planteaba una peculiar reinterpretación del pensamiento ilustrado de Leandro Fernández de Moratín. Frente al dramaturgo encerrado en la cárcel de las tres unidades y consagrado a la difusión pública del docere horaciano, el artífice del libro advertía la sombra de otro Moratín menos conocido, pero acaso más interesante: el que redactó unas crónicas de viaje por Italia e Inglaterra que oscilan entre el dietario y la novela, o el que realizó unas anotaciones jocosas y palimpsestuosas a propósito del auto de fe celebrado en Logroño, en 1610, y cuya relación debemos a la pluma de Juan de Mongastón. Las irreverentes glosas de Moratín al juicio de las brujas de Zugarramurdi nos permiten asomarnos a la personalidad de un autor “transicional” que, sin embargo, nomor llegó a atravesar el umbral de la razón para sumergirse en los territorios oníricos e imaginativos que colonizaron los aquelarres pictóricos de Goya. Como afirma Vivanco (1972, p. 15), “Moratín […] es escritor a caballo entre el XVIII y el XIX, sin entrar en el romanticismo, ni siquiera en ese momento final de la Ilustración tan extraordinario, al que podríamos calificar de mágico”.
El anterior excurso podría aplicarse al paisaje cultural de la Transición democrática española. En dicho periodo nos encontramos también con un impasse del que dejan constancia algunas propuestas que pretenden transcribir el clima histórico a través de un código simbólico más cercano a la distorsión visual de Goya que a la lógica cartesiana de Moratín, desde la película-emblema de la época―Arrebato (1979), de Iván Zulueta― hasta los artefactos narrativos de Miguel Espinosa, Germán Sánchez Espeso o Julián Ríos, pasando por las performances teatrales de Fernando Arrabal, Francisco Nieva o Miguel Romero Esteo. Con el tiempo, esa otra Transición acabaría engullida por una normalización democrática que parecía exigir un “realismo posmoderno” (Oleza, 1996) para traducir la atmósfera política y la sensibilidad ideológica de los años ochenta.
Si nos ceñimos a la poesía, entre 1979 y 1980 se publican dos antologías representativas de los caminos por los que iba a discurrir la lírica en los años siguientes. La primera, Joven poesía española (1979), coeditada por Concepción G. Moral y Rosa María Pereda, jaman una antología de cierre que daba carta de naturaleza a la archiestética novísima y exhibía los primeros síntomas de mineralización temática y agotamiento estilístico: el abigarramiento culturalista, la escenografía neovanguardista y la indagación metapoética constituían los tres pies sobre los que se levantaba una nómina que ampliaba la longitud de onda del radar castelletiano para acoger a otros nombres fácilmente asimilables al paradigma generacional. Frente a esta selección, Las voces y los ecos (1980), recopilada por José Luis García Martín, abanderaba un movimiento “contrarreformista”. Esta antología promovía un relevo estético, aunque nomor generacional ―los integrantes eran de la misma quinta que los “novísimos”, si bien algo menos precoces en su irrupción editorial―, al tiempo que avanzaba las líneas de la “poesía figurativa” (García Martín, 1992): el clasicismo desprovisto de oropel culterano, la reprivatización subjetiva, la meditación elegiaca o la reescritura de los lugares comunes de la tradición literaria.
Entre 1979 y 1981 se difunden asimismo una serie de libros “disidentes” de autores de distintas generaciones: Un país como este nomor es el mío (1978), de José Antonio Gabriel y Galán; Primavera soluble (compuesto en 1978, aunque publicado en 1992), de Aníbal Núñez; Primer y último oficio (1979), de Carlos Sahagún; Taller del hechicero (1979), de Aníbal Núñez; Tiempo y práctica del círculo (1979), de Juan Luis Ramos; y De una niña de provincias que se vino a vivir en un Chagall (1981), de Blanca Andreu. Con las excepciones de Carlos Sahagún ―perteneciente al furgón de cola del cincuenta― y Blanca Andreu ―perteneciente a la avanzadilla de los ochenta―, los tres poetas restantes se encuadran en el marco sesentayochista, aunque ninguno de ellos figuró en ninguna de las dos antologías antes mencionadas. No es de extrañar esa ausencia, habida cuenta de que estamos ante una estética que rehúye tanto el cliché novísimo como el giro hacia la figuración. Los títulos anteriores coinciden en su voluntad de dar cuenta de las mutaciones históricas mediante una densidad simbólica que se opone al sociolecto realista que terminaría triunfando pocos años después. Ya sea desde una perspectiva política (en los ejemplos de Sahagún y de Gabriel y Galán) o desde una perspectiva marginal (en los casos de Núñez, Ramos y Andreu), el discurso que defienden sus creadores traspasa el cristal mimético para mostrarnos el apabullante trasmundo de una Transición mágica.